Archivo de 25 de abril de 2010

25
Abr
10

LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO. Parte 2

 

LIOLA

Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrio para leerla. 

Segunda Parte, de dos. Final.

Nos sentamos y, a pesar de la pasión que sentíamos, fuimos conciente de la belleza del lugar. El mar continuaba con su sinfonía infinita, reflejando a la luna que ya amenazaba con irse, discretamente, para darnos la privacidad necesaria y no ver lo que nuestras almas ya anunciaban lo que nuestros cuerpos anhelaban por hacer.

“Te busqué por caminos quizá equivocados… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió-… no supe que a ti se llegaba por claros senderos… más ahora presiento que tu amor es sincero… y en aras del viento… tu me vas a llevar… A las puertas del cielo, al confín de los mares…”

Entonces nos besamos, y la pasión reprimida tantas veces hizo que inmediatamente la lujuria se desborde, como un torrente embriagante, por nuestro cuerpo, en el que besar y morder nuestros labios ya no eran suficientes, ni para mí y ni para ella. Besé su cuello y sus hombros mientras ella temblaba, y de allí a sus desnudos pechos, los que llenaron mi boca, cada una, como jugosas frutas, para luego morder sus erguidas protuberancias hasta hacerla gemir y oír el extenuante jadeo de su respiración, sintiendo en mis labios los latidos del galope de su excitado corazón… Hasta que sus suaves manos, con delicado gesto, me separaron de ella.

Aun quedaban en mi mente atisbos de conciencia, lo que me permitió descubrir en el transfigurado rostro de Liola, que si la hora aún no había llegado, era ahora otro el punto de su ansiedad erótica.

Entonces giré, dejé el asiento del banco y me arrodillé frente a ella. No sé si Liola era conciente y vio lo que hice, pero su instinto de hembra la hizo doblar y recoger sus piernas para apoyar sus talones sobre el banco, a la vez que subió su faldón hasta la cintura, y desplegándolas a los costados se abandonó sobre el respaldo del asiento.

La luna envió su último resplandor de luz como excitada al saber lo que venía, así yo pude ver a su vez los labios de Liola, húmedos, entreabiertos y sedientos de ser besados, invitándome a beber el néctar que de ella brotaba.

Hundí mi rostro en aquel exquisito manantial, y sentí el húmedo y ardiente calor de un incendio que pedía ser extinguido a como de lugar. Besé y mordí sus labios y un alarido escapó de su garganta. Su cuerpo tembló, y me contuve pensando que iba muy rápido. Entonces, me entretuve por unos segundos en los alrededores de sus pliegues, besando y rozando con mis labios la loma cubierta de un espeso bosque y su entorno, hasta que los temblores cesaron para convertirse en un ondulante y suave vaivén. Sus dulces alaridos, que fueron ahogados por el ruido de las olas de mar, ahora eran excitantes quejidos, ecos de mis caricias y termómetro de su pasión.

Sentí sus dedos hundirse en mis cabellos como una suave caricia, acompañados de profundos y espaciados suspiros. Y así, con sus manos aprisionando mi nuca, volvió a guiarme por su vibrante llanura hasta llegar a las profundidades de su inundado valle en el que amenazó ahogarme. Sus quejidos aumentaron y, soltando mis cabellos, estos se transformaron en la guía del placer. Entonces, tomó mis manos, entrelazando nuestros dedos como un seguro para no apartarnos jamás.

El ritmo del vaivén de su cuerpo y los quejidos que escapaban de su garganta aumentaron con la misma intensidad que mis besos y mordiscos. Me hundía entre sus labios y mi lengua se paseaba por las orillas de la profundidad de su herida, tanto como ella quería, para luego jugar en el entorno, hasta que llegamos al borde del abismo.

Yo ya lo sabía, desde el momento en que ella entrelazó sus dedos con los míos, que Liola quería llegar a la cumbre del Everest y no a la simple cima de un picacho, y la única manera de lograrlo era avanzar en varias etapas para evitar perecer en el camino, y que yo, como su ‘sherpa’, sabía que había llegado la hora del primer peldaño.

Me separé por un instante de ella, lo justo para mirarla, y la vi cimbreándose y jadeando a la espera del empujón definitivo que la enviara al dulce vacío del orgasmo. Vi sus carnosos y palpitantes labios, mojados del néctar de la lujuria, y vi también, en la juntura de estos, al erguido lóbulo que palpitaba intermitentes luces pidiendo ser devorado. Sí, la hora había llegado y me lancé contra el libidinoso faro, y así, pegado a ella, fuimos en una caída libre en la que como guía no podía perder la conciencia de mis actos.

Sus manos se crisparon en las mías y un tsunami de quejidos y movimientos anunciaron el inminente desborde del dique del placer… Y no la abandoné ni un instante. El ritmo de su pelvis se volvió frenético e imparable y el jadeo en su garganta amenazaba con ahogarla, como angustiada por lograr romper el imaginario dique de su alma que aún atrapaba la explosión de su felicidad. Sus manos apretaron aún más las mías, y no sé como en ese instante la miré por entre la espesura del bosque en el que me encontraba agazapado, así supe que ya estábamos muy cerca del Big Bang de la gloria, porque su rostro se había transfigurado, los iris de sus ojos se habían escondido, sus fosas nasales vibraban y sus labios se estiraron en un rictus de muerte celestial. Entonces arremetí nuevamente contra su sensible lóbulo hasta que al fin estalló en gritos y espasmos incontrolados que golpearon mi rostro, pero aún así no la abandoné. El voluptuoso tsunami duró sólo un minuto, en cambio, la dulce corriente de energía que recorrió su cuerpo, haciéndola temblar y enervando los poros de su piel, se prolongó en una dulce eternidad. Energía de amor y felicidad que pude beber directamente de su inagotable manantial.

Por unos minutos seguí sumergido en ella, acompañándola, acariciándola muy suavemente con mis labios. Así, fui testigo de sus esporádicos y lentos espasmos que siguieron al tsunami experimentado, hasta que la calma regresó. Luego cubrí su desnudez, exactamente como lo hizo Adán después de comerse la manzana de Eva, pero no de vergüenza sino de celos de que el viejo, desde el cielo, la pueda ver. Y permanecí otros tantos apoyándome en su regazo mientras ella, inmensamente agradecida, acariciaba mis cabellos.

Habré estado como una hora, creo, arrodillado sobre la arena desde que había empezado mi faena lingüística hasta el descanso, y al quererme parar no pude evitar el exhalar un quejido al estirar mis entumecidas piernas y enderezar mi cintura.

Liola tomó mis manos e hizo que me sentara a su lado, miró mis ojos  y los detalles de mi rostro, y mientras sonreía me acarició.

“¿Seré yo el hombre que ayer esperabas?… ¿Seguiré siendo él?… ¿O acaso ya terminó la magia del momento?” Me pregunté en silencio.

Liola pasó sus dedos por mis cejas, por mi frente, por las arrugas de mis ojos y mis sienes, mis pómulos y mi encanecida barba… y suspiró.

Yo estuve atento a cada uno de sus gestos y a la expresión de sus ojos para descubrir algo, sino el hastió, la decepción, o el simple ya!. Pero, nada, nada empañó la radiante felicidad que brotaba de ella de tenerme a su lado… y me halagó.

Entonces Liola acercó su rostro, me besó tiernamente y sentí muy suavemente su tibia lengua entre mis labios. Y descubrí que ya no había fuego sino ternura, y me gustó aún más. Se acurrucó en mi pecho como queriendo hundirse en mi corazón y así dormimos por unos minutos, ¿cuántos? No sé.

De pronto ella despertó, y lo abrupto de su movimiento me despertó también, y mirándome a los ojos me dijo: “A las puertas del cielo, al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… He sentido tu mano como suave caricia… Y en el eco de tu risa una nueva primavera… A las puertas del cielo, al confín de los mares… Te he llevado junto a mí, Te he llevado junto a mí… Amor” y sin mediar más palabras me besó mientras se sentaba en mis rodillas, frente a mí.

Ambos, afanosos y deliberadamente, buscamos mi correa y la cremallera de mi pantalón para liberar lo que se anteponía entre nosotros y nuestras intenciones.

Sabía a donde llegaría ahora, aunque jamás imaginé la felicidad que iba a sentir. Yo estaba intacto, había sabido contenerme durante toda la noche pero ahora dudaba, siquiera, poder resistir tan sólo el húmedo calor de sus entrañas.

Liola no dio rodeos ni preámbulos amatorios, ella ya estaba dispuesta nuevamente como una salvaje hembra en celo. Lo supe porque sentí el angustiado temblor de sus manos al liberar las barreras que se interponía entre mí y el centro de su identidad femenina. Temblor que aumentó cuando sin miramientos atrapó a mi erguida masculinidad para guiarlo, y sólo dejarlo ir, en el borde del abismo de la profundidad de su ser.

Su embate fue violento y profundo, tanto que la hizo lanzar un quejido, a la vez que sacudía su cabellera como una loba herida. Pero yo, además, sentí que algo crujió, realmente no sé si fue el banco de madera, los frágiles huesos de su cadera o los míos, pero inmediatamente sentí el sofocante calor, de sus labios aprisionándome en su totalmente anegada profundidad, del dulce néctar que le permitía a mi nave navegar por entre el estrecho espacio de su palpitante corredor.

Liola no me esperó y, tan pronto me sintió adentro de ella, emprendió su loca carrera para alcanzar las estrellas, lo que en definitiva me ayudó porque prolongó mi llegada, dándome ventaja hasta que mi respiración se hizo unísona con la de ella.

Ahora, frente a frente, y sin embriagarme aún del placer, podía deleitarme viendo los rictus de su rostro provocado por el placer recibido. Sus mejillas temblaban nerviosamente, sus fosas nasales vibraban, sus labios se estiraban y a través de la ranura de sus ojos podía ver que sus oscuros iris se habían fugado dejando sólo la blancura de ellos.

Ella estaba fuera de sí, como poseída por el placer, muy cerca al éxtasis del paroxismo, y yo me iba acercando aceleradamente, entonces mi instinto animal tomó las riendas de mis actos. Y me perdí por un instante. Deslicé mis manos debajo de su falda, jugué con sus redondeles y depresiones, luego agarré fuertemente sus caderas y pude, de manera frenética y sin descanso, estrellarla contra mí, hasta que la escuché decir un desesperado “Ya… Ya” anunciando la llegada, entonces arremetí con más fuerza y ambos estallamos en convulsiones que nos llevó al cielo en un apretado abrazo.

Sí, al cielo, porque Liola logró susurrar a mi oído, entre espasmos, jadeos y balanceos, una dulce oración… “A las puertas del cielo, al confín de los mares…” y yo veía, en mi intermitente estado de conciencia, entre el placer y la realidad, al oscuro firmamento aclararse en un nuevo amanecer, y creía sentir que de veras llegaba a las puertas de cielo y al confín de los mares.

“Entonces mis sueños… -dijo casi ahogándose en sus espasmos-… Se harán realidades…  Ahora si sé que es cierto que yo volaré junto a ti” y una nueva ola de contracciones me anunciaba que su felicidad era plena, mucho mas allá del simple sexo o del placer provocado en cualquier lugar de su cuerpo, sino de su alma al sentirse amada sin condiciones ni reservas… “Ahora… presiento… que tu amor es sincero… -volvió a decirme-… y en aras del viento… tu me vas a llevar… como cuando… A las puertas del cielo, Al confín de los mares… Cuantas veces en mis sueños te he llevado junto a mí… Te he llevado junto a mí… Junto a mí…” y Liola se durmió en mis brazos.

Fue la alarma de mi reloj lo que nos despertó. Eran las 8 de la mañana y nadie en la playa de Carmél aún daba señales de vida. Habíamos dormido sobre el banco de madera casi tres horas, y el sentido común nos decía que no podíamos seguir allí.

No sé en que momento Liola se había escurrido de mis rodillas al asiento aunque seguía abrazándome, apoyada sobre mi pecho.

“Dios mió gracias por este nuevo día” dijo Liola estirando sus brazos al cielo a manera de plegaria y para desentumecer los músculos de su cuerpo.

Yo me paré con dificultad y maldije mi maldita vejez “Mierda, dos noches mas como ésta y me voy derechito al infierno” mientras ponía mis dos manos en mi cintura, a la altura de mis riñones, y estiraba mi abdomen hacia atrás. Escupí el sabor amargo de mi boca en la arena, y busqué una pastilla de menta en el bolsillo de mi chaqueta. Tomé uno y le ofrecí otro a Liola, la que rechazó. Entonces caminé hacia el mar que estaba a escasos 100 metros del banco de madera. Allí, otra vez estiré mis brazos e hice algunos giros de cintura, doblé mis rodillas, y la conciencia regreso a mí. Sí, así somos de estúpidos los hombres, hacemos el amor de una manera gloriosa en la noche y al día siguiente nos olvidamos de nuestra pareja. Giré en busca de Liola para reparar mi descuido, y la vi sentada en el banco de madera, doblada y con el rostro entre sus manos, entonces fui hacia ella.

“Liola… -le dije arrodillándome frente a ella, y añadí-… me has dado la noche mas grande de mi vida” y acaricié su cabello.

Ella levantó su rostro. Vi sus ojos oscuros enturbiados, por primera vez, por la tristeza y la huella del llanto aunque ya estaba serena. En silencio la acaricié mientras descubría mas detalles de su rostro que a ella no le importaba esconder. Lo poco del maquillaje que usaba había desaparecido. Las arrugas alrededor de sus ojos y labios, y los de su frente estaban totalmente expuestos a mis ojos. Entonces sonrió levemente, y un surco se hizo en ambas mejillas.

“Dios mío… Que bella eres” le dije, y ella sollozó escondida en mi hombro. Entonces volví a darme cuenta de otro descuido. Ella me había dicho una y mil veces que me amaba, y yo ninguna. Entonces, acaricié su cabello y le susurré al oído lo que ella estuvo esperando toda la noche oír de mis labios.

“Liola… Te amo… Te amo más que a mi vida”.

Ella levantó su rostro y con los ojos cerrados me ofreció sus labios. La besé, y nos besamos sin pasión sino con ternura. Era verdad, la amaba, la amaba más que a mi vida.

Liola se reanimó, su sonrisa regresó a sus labios, me miró y empezó a susurrar una canción.

“De pronto me dices

Que poco te cuesta
buscar una casa muy linda que ha de ser nuestra
Que tiene jardines

Colgados del cielo
con miles de niños con tanta ternura en sus juegos
Entonces mis sueños

Se harán realidades
ahora sí, que es cierto que yo volaré junto a ti”

Y levantándonos del banco corrimos a la orilla del mar, a la vez que gritábamos al viento la canción que llevábamos en el alma y que había estado presente, acompañándonos, toda la noche.

“A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mi
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera
A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mi
te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí…”

La dejé en la terraza de su hotel y quedamos en vernos en una hora, para desayunar juntos.

Yo regresé a mi hotel con el alma henchida de felicidad, me di un baño muy reconfortante de agua tibia mientras pensaba que la felicidad había renacido nuevamente en mi espíritu como nunca lo había imaginado, pero… Pero, estaba ante un gran problema. No quise pensar más acerca de eso, y bloqueé mis raciocinios o a la severa acusadora denuncia de mi conciencia.

Fui unos minutos antes de las 9 a.m. al restaurante de comida mexicana, allí me encontraría con Liola.

“Buenos días, Señor… En unos minutos estaremos listos para servirle el desayuno” me dijo el mismo joven que me había atendido la noche anterior, haciendo un alto a sus labores de arreglo.

Sentado en una mesa del Patio leí el menú y la boca se me hizo agua al imaginarme el plato de quesadillas y enchiladas que iba a ordenar. “¿Que comerá Liola?” me pregunté. Luego tomé el periódico local y leí los avisos e historias acerca de Carmél, hasta que terminé de leer lo que inclusive ni me interesaba. Miré mi reloj. “9:30 a.m. y no llega Liola” me dije, no molesto por la tardanza sino preocupado.

“Gusta ordenar su desayuno, señor” me dijo amablemente el mozo del restaurante.

“Estoy esperando a alguien más” le dije a manera de negativa a su pregunta.

“Oh, a la señora de anoche… Su esposa es muy bonita, señor”

“Sí, a ella” le dije para no darle explicaciones.

Esperé media hora más pero ella no llegó.

“Joven… -llamé al mozo y le pregunté-… ¿Conoces el teléfono del hotel ‘The Colonial Terrace’?”.

“Sí señor…-y acercándose a la mesa tomó el periódico local, buscó en unas paginas, y cuando lo encontró me lo enseñó-… Este es señor”

Marqué en mi celular en número mostrado en el anuncio, y el rin de la llamada me anunció que alguien me iba a contestar.

“Aló… The Colonial Terrace para servirlo” me contestó alguien al otro lado de la línea.

“Por favor comuníqueme con Liola” le ordené.

“Un momento por favor… -me dijo, y demoró menos de un minuto en volver a hablar-… Señor… aquí no hay nadie registrado con ese nombre… O quizás es un diminutivo de su nombre real… ¿Lo conoce Ud.?”  La persona al teléfono había sido muy amable en su trato, y demostraba experiencia en su trabajo.

Yo no sabía el nombre completo de Liola, y me sentí muy avergonzado de eso.

“Voy para allá” le dije como única respuesta al caos de ideas que tenía en mi mente.

Fui al hotel, al mismísimo lugar en donde dos veces la había visto entrar. Allí me atendieron amablemente, me enseñaron el libro de Registro, en donde había sólo seis parejas alojadas desde ayer o el día anterior. Y nadie correspondía a la descripción que di de Liola. No insistí más, y pidiendo disculpas por mi supuesta confusión me marché.

“No puede ser… -me dije al subir al Mustang-… no puede ser, anoche la traje aquí, se cambió de ropa, y ésta mañana vine caminando con ella hasta esta terraza”

Encendí el motor y fui a recorrer el camino Scenic Road. Llegué al lugar en donde la había besado por primera vez. “Estuvimos aquí” me dije.

Luego regresé por el mismo camino en busca del banco de madera en donde habíamos pasado la noche y amanecido.

“Dios mío… -exclamé al ver su suéter blanco que había olvidado en el banco, cuando salimos a correr por la playa emocionados por la canción- … ¿qué hice mal para que me hayas abandonado?” Y me dolió en lo más profundo de mi alma su abandono sin excusa alguna.

“Yo no te iba a obligar a nada… Si esto era el amor de una noche, no te lo iba a reprochar… Nooo… Pero no te has podido ir así” y mis ojos se humedecieron.

Dejé Carmél con dolor, aunque siempre la recordaría asociada a la más extraordinaria experiencia amatoria de mi vida… “Sólo comparada con mi Luna de Miel hace ya más de 25 años” me dije reconfortándome a mi mismo.

Aun me quedaban dos horas de viaje por aquella paradisíaca carretera para llegar a San Francisco. Tiempo que voló porque mi mente repetía una y mil veces los recientes recuerdos de mi aventura. “Sí, mi aventura, una simple pero extraordinaria aventura”. Traté de confortarme.

Llegué a San Francisco, firmé el contrato, bebimos Whiskey Americano, ‘Jim Beam’, para celebrarlo y me marché.

De regreso, tenía la malsana idea de parar en Carmél y buscarla nuevamente.

Llegué de noche, eran las 8 p.m. y no tenía la intención de alojarme en ningún hotel. Fui directo al restaurante de comida mejicana porque una corazonada palpitaba en mi alma. Allí, la noche anterior, el barman y el mozo nos habían visto.

En el trayecto, una idea me vino a la mente como un rayo “¿Y si es casada y ahora está acompañada de su marido?”

Estacioné mi mustang en el parqueadero del restaurante y cuando caminaba al local me dije “Entonces me despediré de ella con un adiós con los ojos… Pero, dios mío, quiero verla otra vez” y entré al restaurante.

Sí, allí… allí estaba ella… Sola, sentada en la misma silla alta del bar, en donde la abordé anoche.

Ella me vio, y yo volví a ver en su rostro su angelical sonrisa. Sus ojos se encendieron de alegría, invitándome a acercarme.

“Hola… -le dije sonriendo porque no había reproches en mi alma sino alegría de volverla a ver-… ¿quieres beber algo?”

“Sí… Lo mismo de anoche”

El barman ya estaba a nuestro lado sonriendo amablemente.

“Una Margarita de fresa para mí… -se adelantó Liola, y añadió-… Y un Tequila Sunrise para mi marido”.

El solo hecho de escuchar aquella palabra ‘Mi marido’ lavó como un bálsamo la herida que tenía en el corazón.

“¿En el patio?” dijo el barman.

“Sí” contestamos ambos al unísono, y reímos.

En el patio, en un principio, conversamos de banalidades aunque como no había mucho de esto fuimos al tema de su inexplicable desaparición.

“Primero, debes de saber que esta noche te esperaba… -me dijo muy sería, y sonriendo añadió-… pero aun así, al verte, me sorprendí… ahora estoy más feliz que nunca porque regresaste a mí sin importarte nada”

“¿Pero porqué te fuiste de esa manera? ¿Acaso eres casada? ¿O sólo querías estar conmigo un momento y nada más? Cualquier cosa que me hubieras dicho, inclusive una mentira, lo hubiera aceptado y me hubiese conformado… Pero no tu silencio, por dios… Te amo Liola. Te amo”

“Y yo a ti… más de lo que te imaginas… Pero es muy difícil explicártelo…” me dijo bajando la cabeza como queriendo ocultarme sus ojos, y en ellos, un secreto.

“Pero no he regresado a reclamar ni a exigirte nada… -le dije con sinceridad, y con dolor añadí-… sólo vine por una explicación, si era posible, sin saber realmente si te encontraría… y también a decirte adiós”

Liola no lloró ni estaba triste por mis palabras, aunque me resultaba incomprensible su actitud y sus declaraciones de amor. Me había dicho me amaba más de lo que yo podía imaginar, sin embargo, al decirle que me iba para no verla nunca más se mostraba casi indiferente, sino radiante de alegría. Sí, realmente no la comprendía, y estuve a punto de arruinar nuestra despedida marchándome abruptamente.

Ella comprendió el dolor que me causaba y levantando su rostro me dijo “Te lo explicaré amor mío… Mereces saber la verdad… Tienes que saberlo antes de marcharte para que nunca dudes de mi amor”

“Bueno Liola… Dímelo” y me dispuse a escuchar una excusa.

“Pero no puede ser aquí, debemos ir a un lugar, y allí entenderás la sinceridad de mis palabras” me dijo con suavidad a la vez que tomaba mis manos, y comprendí que había adivinado el menosprecio de mi pensamiento, quizás por el tono de mis palabras.

Salimos y subimos a mi auto, entonces me dijo “¿Recuerdas dónde me viste por primera vez?”

“Si, en la playa, cerca de aquí, a las afueras de Carmél”

“Bien, entonces vamos allá”

Manejé despacio, no tenía ningún apuro, el lugar estaba cerca y en quince minutos ya estábamos allí. Me estacioné en la playa, alejado de la carretera, apagué el motor y las luces del auto, y la miré como quien espera su respuesta. Mi actitud era un tanto fría, cruelmente fría, después de la pasión y el desengaño sentido.

Liola se dio perfectamente cuenta de mi estado emocional, entonces tomó mi mano y me sonrió. “Dios mío su rostro es sincero” me dije y acepté la caricia de sus manos.

Bajamos del auto, me recosté en el guardafango y ella se recostó sobre mí. Su cuerpo, su calor y la proximidad de sus labios disiparon mi mal humor. Nos besamos, y nuestras lenguas volvieron a acariciarse con ardor. Acaricié su cuerpo, desde su nuca hasta su torneado trasero, mientras ella vibraba. Luego vino la calma, y recostada sobre mi pecho me dijo.

“Todo, absolutamente todo lo que te dije ayer fue cierto, sé que algunas cosa eran incoherentes para ti, y tu silencio me ayudó, pero esta noche lo comprenderás todo. Además, quiero que sepas que hice el amor contigo de una manera verdadera, me entregué a ti sin reservas ni condiciones… de manera única y exclusiva porque no hay nadie más en mi vida… y no tienes porqué dudar de mi amor”

Liola volvió a besarme y sentí en mis labios su sinceridad.

“Tu no me crees cuando te digo que te he amado desde siempre… -me dijo mirándome a los ojos, y añadió para sorpresa mía-… sin embargo dices creer que existen otras vidas… en un tiempo pasado…”

Yo la miré asombrado porque lo que me decía no era simple retórica ni poesía, ya que lo que creía lo había guardado siempre conmigo, sin comentarlo con nadie.

“Existen otras vidas… Y en una de ellas te amé hasta la locura, pero una tragedia nos separó…-me confesó mirándome a los ojos, y con su imperturbable mirada siguió-… Como bien sabes, en ninguna momento he pronunciado tu nombre, porque es absurdo decirlo si conocemos nuestras almas…”

Yo estaba absorto escuchando sus palabras mientras la tenía abrazada a mi cuerpo. Ella no era un espíritu, ni un espectro, sino una dulce criatura que juraba amarme.

“Hace muchos años, antes que nacieras, estuvimos aquí en Carmél en nuestra Luna de Miel… fueron días y noche de amor y pasión inolvidable y me amaste de tal manera que marcaste mi alma para la eternidad…”

Liola me abrazó fuertemente como queriendo hacerme recordar con su cuerpo lo que decían sus palabras. Entonces, tuve la extraña sensación de que su voz no llegaba a mis oídos sino directamente a mi alma. Y me sentí triste y culpable de haber dudado de ella, entonces mis ojos se llenaron de lágrimas.

“¿Recuerdas lo de anoche?” me susurró.

“Sí” le respondí.

“Lo de anoche fue un hermoso ritual que repetí del recuerdo de nuestro ultimo acto de amor que tuvimos antes de la tragedia… Y así, gracias a ti… Quedé liberada.”

Yo lloraba en silencio ante el relato de Liola porque ahora comprendía el porqué de los detalles que ella se afanó en seguir la noche pasada. En realidad, podía sentir su alma acariciando la mía más allá de sus palabras.

“Me liberaste con tu amor y entrega sincera, y con la felicidad que me diste. No sólo fue el sexo sino que a través de esa unión tan intima rescataste mi alma de las tinieblas del limbo del dolor, y me liberaste de este maldito lugar… ¿Recuerdas la canción que cantamos?”

“Sí” le dije entre sollozos.

“Alégrate… No llores… -me rogó dulcemente, y añadió-… Esa es nuestra canción… De principio a fin, cada palabra, cada frase… Escúchala y recuérdame cada vez que lo hagas”.

Yo enjugué mis lágrimas, y sentí en mi alma que ella se iba a ir pronto. Entonces la besé con misma ternura como cuando se despide al ser amado en un viaje eterno, y mis lágrimas volvieron a inundar mi rostro, y mi llanto amenazó mí respiración.

“No llores mi amor… -me rogó-… Vuelvo a ser feliz, y así te parezca contradictorio estaré a tu lado para siempre… Abrázame fuerte y acompáñame”

Yo la abracé, y caminamos con dirección al mar. En el trayecto me contó: “Aquí vinimos una noche como hoy, hace ya muchos años, tú te quedaste en la playa y yo entré a nadar… pero jamás salí. Tú te volviste loco, te lanzaste al mar, me buscaste y estuviste a punto de ahogarte, pero el mar te arrojó inconciente… y tu vida continuó… Pero yo me quedé atrapada, deambulando por estas playas por años hasta que volviste a llegar aquí… El resto ya lo sabes… ¿Ahora me comprendes?”

“Sí, si Liola… Siii!!!” y no pude reprimir más mis lagrimas, y temblé llorando como un niño desconsolado.

Liola me miró y la luna iluminó su rostro. Ella estaba serena, hermosa como una diosa, con una tenue sonrisa en los labios. Yo sabía que ella estaba a punto de partir, a punto de dejarme, y yo ya no podía controlar más mis emociones.

Volvió a besarme, y a través de sus labios acarició mi espíritu trasmitiéndome serenidad. Mis lagrimas cesaron, mi respiración se calmó y pude ser conciente de lo que venía.

“Compréndeme… -me dijo con voz celestial-… La vida nunca termina y sólo morimos para renacer en un infinito de posibilidades que el universo nos ofrece… Y yo… Yo siempre estaré a tu lado… Ya lo verás”

Estábamos en la orilla de la playa, justo en donde la vi pasar a mi lado la tarde de ayer. Yo ya me había calmado completamente, aunque abrazaba a Liola y no estaba dispuesto a dejarla ir.

“Siempre estaré a tu lado… -volvió a decirme, y añadió para explicarme-… Siempre lo he estado aunque no recuerdas tus sueños, y estás tan ocupado que no me ves… Y si aun lo dudas, ¿Quién crees que te trajo hasta aquí?” y empezó a susurrar lo que ella llamaba nuestra canción.

“A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
he sentido tu mano como suave caricia
y en el eco de tu risa una nueva primavera…”

No, no la iba a dejar ir por más promesas que me hiciera, pero ella se escurrió como un alma a través de mis brazos. La vi frente a mí, desnuda, sonriendo, prometiéndome:

”A las puertas del cielo, al confín de los mares
cuantas veces en mi sueños te he llevado junto a mí
te he llevado junto a mí
junto a mí….”

Liola entró al agua y, caminando sobre las olas, con los brazos extendidos como para alcanzar la luna se fue cantando “A las puertas del cielo… al confín de los mares…” y la melodía siguió sonando en mi alma mucho después que despareció de mi vista.

Pasé un largo rato allí, arrodillado en la arena, con los brazos abiertos, en la más completa oscuridad de la soledad, meditando en algo que no alcanzaba a comprender. Y de pronto, mirando al cielo, vi cruzar una estrella fugas el oscuro firmamento. Entonces sucedió un milagro, no sé si en el universo o en la intimidad de mi espíritu, porque vi explotar una estrella nova, ante mis ojos, en millones de fragmentos luminosos que dibujaron el rostro de Liola, sonriéndome, mientras me cantaba “A las puertas de cielo… cuantas veces te he llevado junto a mí…” y llegué a ver por un brevísimo instante la maravilla multicolor del cielo, y un haz de luz llegando a mí.

Claro que es imposible comprender lo que sólo esta reservado para quienes dejan este mundo, esta realidad, de la que había sido un testigo de excepción, y sin comprenderlo sólo lo acepté como tal, y así regresé a mi auto, en donde pasé el resto de la noche, como quien vela al ser querido.

Al día siguiente no quise marcharme de Carmél, así que volví a recorrer los lugares en que había estado con mi amada. Mi tristeza había desaparecido, ahora me invadía una extraña alegría que colmaba mi espíritu.

Salí por la tarde de Carmél, sintiendo como si me despidiera del recuerdo de Liola.

El viento contra mi rostro me refrescó los pensamientos, pensé en mi casa, en mi esposa y mis hijos, entonces llamé por teléfono y anuncié mi llegada para la medianoche.

“Cuídate mi amor, maneja con cuidado” Me dijo mi esposa.

El trayecto de regreso ya no fue tan espectacular como la primera vez, aunque pude apreciar un maravilloso ocaso al borde de la carretera y el mar.

Llegué a casa después de la medianoche. No guardé el Mustang en la cochera para evitar el odioso ruido que hacía la puerta eléctrica del garaje al abrir y cerrar. Y silenciosamente entré a casa, todos dormían.

Entré a mi recamara, y vi que una muy tenue lámpara estaba encendida en la mesa de noche y la silueta de mi mujer en la cama cubierta por las sabanas.

“Me estuvo esperando… pero el sueño la venció” me dije, y evitando hacer ruidos fui al baño a darme una ducha tibia.

La suave caricia del agua refrescó, no sólo mi cuerpo sino también mi espíritu. Pero de pronto escuché la voz de mi esposa que me decía, entrando al baño, “Tardaste mi amor…”.

Yo no podía verla nítidamente, ni ella a mí, debido a que el vapor había empañado las trasparentes paredes de la ducha. Escuché que ella hacía algo en el botiquín y el lavadero, y el aroma de un perfume me alcanzó, entonces sonreí adivinando sus intenciones.

“Te tengo una sorpresa cariño…” me dijo musicalmente y la vi acercarse a través del empañado cristal.

Ella corrió la puerta de la ducha diciéndome alegremente “Me corté el cabello… Ojala te guste”.

Lo que vi dio un vuelco a mi espíritu porque era Liola la que estaba allí, frente a mí. Sus ojos, sus cejas, sus labios y el pequeño lunar cercano, su cabello, desnuda y sonriente, con una mano en su cadera y la otra en lo alto, posando.

No sé que expresión de sorpresa se dibujó mi rostro porque mi mujer me dijo “Hey, payaso, no exageres” y dándome un palmazo en el hombro entró a la ducha, cerrando la puerta tras de si.

Sin dejar de reír y hablar al mismo tiempo, como siempre lo hacía, me dijo que me había extrañado, mientras que con sus manos terminaba de enjuagar mi cuerpo. Entonces, se puso frente a mí, me dio un apasionado beso francés y luego, sin más aviso, se arrodilló, no para venerarme exactamente, sino para llevarme a las puertas del cielo.

Dios mío, que estúpidos somos los maridos… Que ciegos somos los hombres para no ver la felicidad a nuestro lado.

Más tarde, poco antes de dormir, en la intimidad de nuestra cama mi esposa me contó con lujo de detalles el sueño que había tenido la noche anterior “Por eso me corté el cabello, cariño” me dijo con gracia, acurrucada a mí.

Sí, la misma historia que ya les conté.

“Buenas noches Anna”. Le dije.

“Buenas noches Michaelangelo”. Me respondió… ¿Liola?

“Buenas noches amigos” les digo a Uds.

25
Abr
10

LIOLA… A LAS PUERTAS DEL CIELO, Parte 1

Este es un cuento del género literario erótico. Use su libre albedrio para leerla.  

Primera parte de dos.

Estaba corriendo a 80 millas por hora en mi Mustang rojo convertible por la carretera de Cabrillo Hwy, lo que antes era la Carretera Pacific Coast, también conocida como la Carretera Panamericana, en California. Conducir mi coche deportivo clásico de 69’ llenaba la vanidad de mi orgullo juvenil que aún sobrevivía dentro de mí después de 50 cumpleaños. Mi última parada, hacía media hora, fue en una estación de gas a la salida del pueblo de San Luis Obispo y ahora me dirigía al siguiente pueblo, Carmel Del Mar, donde pasaría la noche, tal como lo había planeado; y al día siguiente seguiría mi camino, después del desayuno, hacia el destino de mi viaje: La ciudad de San Francisco, determinado a no detenerme más hasta llegar la gran ciudad.

Por supuesto que si hubiera optado por ir en avión sería más conveniente para el viaje de negocios que estaba haciendo, pero…

Hoy temprano en la mañana, en mi oficina, había recibido la llamada telefónica de una empresa de Contratistas Generales de Construcción: «California Constructores Inc.» anunciándome que había ganado la licitación para construir 150 viviendas en Mill Valley, ubicado en los suburbios de San Francisco. Así que iban a estar esperándome, al día siguiente, en sus oficinas, para firmar el contrato legal, los respectivos bonos y papeles del seguro para cerrar el trato. Oh, Dios, esto era un buen contrato, perseguido por casi un año, que finalmente se resolvía en mi favor.

Sin embargo, tenía un problema personal en medio de todo esto. Y era que estaba muy cerca de una crisis de nervios debido al estrés experimentado desde nuestra llegada a California, hacía cinco décadas.

Ya eran quince años que yo no tenía un período de vacaciones o, al menos, un descanso real. Además, la otra fuente de tensión era por la conmoción natural experimentada por ser un inmigrante cargando a toda su familia, que tuvo que adaptarse al cambio de otra cultura, el idioma y el estatus social. Y por si esto fuera poco, di un salto para convertirme de un Constructor Civil con licencia de California a uno mayor, lo que hizo imposible mantenerme alejado de las ofertas, los cálculos de estimados de materiales, las inspecciones, el calendario de ejecución de las obras, las nóminas y las formas legales de los trabajadores, etc. y así, el interminable proceso de nuevas propuestas. Por otro lado, en la familia, los problemas causados ​​por mis hijos adolescentes estaban matándome de estrés. Ahora, no eran sólo las llamadas de director de la escuela secundaria, sino los oficiales de la Estación de Policía de la ciudad también.

Es por eso que decidí hacer este viaje por carretera, a través de una ruta de más de 600 millas, que me llevaría por los extraordinarios paisajes de la costa del Pacífico, que son conocidos como uno los más bellos de la Tierra.

En mi caso, este viaje era una evasión necesaria, sin ninguna otra opción, para liberar mi mente de la tensión por la que estaba pasando, una escapada que iba a durar 24 horas, según mi itinerario, en vez de las 7 u 8 horas que duraría por la carretera interestatal # 5 Hwy, sin parar sino para lo mínimo necesario. La otra opción, más fácil y cómoda, era ir en avión junto con mi esposa y, una vez en San Francisco, ir de compras y disfrutar de una cena en un buen restaurante, y al día siguiente, después de la firma del contrato, un buen almuerzo con mi esposa, y luego abordaríamos el avión de regreso a Los Ángeles, y por la noche, una cena en casa… No, en realidad eso no era ya una opción, porque me parecía que yo estaba en el borde de mi límite emocional.

Yo iba más lento en algunas partes de la carretera, con la intensión de disfrutar de los paisajes sin fin que se abría ante mis ojos, milla tras milla. A veces, estaba cruzando un bosque por un camino rodeado de pinos a ambos lados de la misma, de un valle rural y colinas. En otros, pasaba por zonas donde tenía a mi derecha, escarpadas colinas de pinos y, a mi izquierda, la majestuosidad del Océano Pacífico formando playas o acantilados de rocas multicolores.

Mi cabello se removía por el aire y la brisa llenaba mis pulmones con el aroma de la resina de esos hermosos bosques mezclados con el olor característico del mar, dándome una sensación de libertad plena. Sí, verdaderamente, esto era lo que buscaba.

Me detuve varias veces a lo largo del camino, en los ya conocidos “Puntos de Vista del Lugar” con el único propósito de admirar la belleza de la naturaleza. Así que cada vez que me detuve, estiré las piernas y los brazos y respiré profundamente. De esa manera, lograba una carga extra de ese aroma natural en mis pulmones, hasta que el aire limpio lastimaba mis sienes, exactamente como cuando llegué a una playa paradisíaca justo antes del pueblo de «Carmel Del Mar», el pueblo en donde había decidido pasar la noche.

Es muy posible que en el marco del estado de estrés que estaba pasando, mis sentidos se agudizaran hasta un límite fuera de lo normal, para lograr la evasión tan necesaria y difícil, en algo posible. Y digo esto porque lo que vi allí, en la playa, si era algo común y corriente, para mí era divino. Yo estaba de pie en una playa con arena blanca y granulada, de unos 500 metros de ancho, con sus dos extremos cerrados por un grupo de grandes rocas oscuras, que actuaban como rompeolas naturales que hacían que las olas de del mar llegara a la orilla suavemente, para morir a mis pies, empujando a algunos muy-muys, trozos de algas, malagüas y muy pequeños trozos de conchas rotas. Además, frente a mí estaba el majestuoso rey del cosmos a punto de irse a dormir en las entrañas del horizonte. ¿Qué más puedo pedir al placer de vivir, con una visión de este tipo ante mis ojos? Así que decidí cerrarlos, respirar profundamente la brisa del mar y extender los brazos a ambos lados para recibir la energía de la naturaleza y me quedé allí, sintiendo todo en mi alma; después de unos momentos… Abrí los ojos de nuevo.

Fue entonces cuando una idea cruzó por mi mente, en medio de la alegría que me dio apreciar tal escenario, que se convirtió en un infinito placer en mi alma, y ​​me dije: «¡Qué mundo maravilloso… ¡Qué belleza es la que veo… que ni siquiera me importaría morir ahora mismo», y sentí como un bálsamo la caliente energía solar en todo mi cuerpo.

De repente, algo me llamó la atención, y me di cuenta de que alguien estaba saliendo del mar, en medio de la espuma, casi a un centenar de metros de la orilla, caminando con dificultad con el agua hasta la cintura.

«¿Podría ser un buzo?” Me pregunté a mí mismo, a causa del aspecto oscuro de la silueta que se acercaba a mí, al contraluz del atardecer.

No, no es un buzo, me di cuenta cuando estaba más cerca. Era una mujer de piel muy blanca, cubierta de velos negros mojados que revelaba su silueta bien proporcionada, por estar empapada de agua. En definitiva, se trataba de una visión inesperada y extraña.

La mujer pasó a mi lado y cuando nuestros ojos se encontraron, ambos sonreímos el uno al otro como saludo. Fue tiempo suficiente para apreciar sus ojos marrones, cejas y labios finos, además del pequeño lunar cercano a sus labios, que adornaba la palidez de su rostro, por lo que la armonía de sus rasgos hacía de ella, en su conjunto, una mujer hermosa en su totalidad. Ella pasó, y no pude resistir la tentación de dar media vuelta y admirar el contorno de sus nalgas y el balanceo de sus caderas en el esfuerzo realizado por las piernas para superar la dificultad de caminar sobre la arena.

La misteriosa mujer se alejó de la orilla de la playa, cruzó la carretera de asfalto, pasó cerca de mi coche y se perdió en el bosque de pinos. La seguí con la mirada, paralizado, hasta que desapareció. Entonces me di cuenta de que, entre los árboles, a mitad del camino a cumbre de la colina, había casas de madera con chimeneas humeantes, que justificaron inmediatamente mi preocupación acerca de su extraña entrada en el bosque.

La experiencia duró sólo unos minutos, pero había sido tan fuerte que había logrado bloquear en mi conciencia del ambiente donde yo estaba parado, hasta que una gran ola golpeó las rocas, y el sonido me advirtió que esta vez el agua podría llegar a mi pies, lo que hizo que me olvidara por un instante de la misteriosa mujer hermosa de velos negros.

Miré el reloj: «19:45» me dije a mí mismo, mientras retrocedí unos cuantos metros de la orilla, lejos de cualquier posibilidad de problemas, y empecé a disfrutar de la puesta de sol de ese solitario lugar.

Fue un lapso de casi 15 minutos de un placer divino de ver cómo el mundo que me rodeaba estaba cambiando de color, siguiendo la velocidad del astro rey cuando estaba bajando por detrás del océano. De repente, las lágrimas rodaron por mis mejillas ya que mi alma se sintió abrumada. En realidad, no sabía por qué estaba llorando, ya sea por un problema personal en particular o los miles que tenía sin solución aún.

Yo era un empresario de clase media en el negocio de la construcción, que recientemente había dado un salto cualitativo, al pasar de ser una pequeña empresa, dueño de casa y sin deudas, a una más grande, con una hipoteca sobre su casa y más de diez millón de dólares en bonos del seguro y créditos; sin otro respaldo que su propia trabajo. Yo estaba administrando un negocio propio, conocido como: de alto riesgo; que sobreviviría en el mercado de la construcción con la condición de estar en pleno funcionamiento durante dos años consecutivos. Por ahora, el contrato que iba a firmar mañana me daba un descanso de las preocupaciones, por lo menos durante un año… pero, no para mi salud.

Sí, definitivamente pasaba a través de un estado psicológico especial, debido a la tensión, que me ponía al borde de un ataque de nervios, y se manifestaba a través de una hipersensibilidad en mi espíritu. La evidencia a esta aseveración era muy simple: nunca en mi vida la belleza de una escena de la naturaleza me había conmovido hasta las lágrimas… hasta hoy.

Volví a mi Mustang caminando despreocupadamente, sin tener en cuenta por donde iba, absorto en mis pensamientos y respirando profundamente, sin ni siquiera ser consciente del tráfico de la carretera, a pesar de que era muy escaso, en la tenue oscuridad de la noche. Una vez en mi coche encendí el motor y me dirigí al pueblo de Carmel, luego a «Cypress Inn «, donde ya tenía una habitación reservada.

«Carmel by the Sea», o simplemente: “Carmel Del Mar”, es un hermoso pueblo en la costa del Pacífico, un pedazo de cielo reconstruido en California. Llamarlo “Ciudad” sería un insulto a la voluntad de sus pobladores para conservarlo sin la arquitectura moderna de más de dos pisos o romper su típico estilo californiano. Un pueblo que era un lugar de secreto relativo de muchos turistas, que saltó a la fama cuando uno de sus humildes habitantes, la estrella de cine, Clint Eastwood, fue elegido como su alcalde.

Una vez que me instalé en el hotel, y me di una refrescante ducha, me fui a comer.
«¿Qué restaurante qué me recomiendas?» Le pregunté al hombre del mostrador en el vestíbulo, al salir del hotel.

«Depende de lo que quiera comer, señor!» respondió amablemente.

«Comida mexicana, sin duda, comida mexicana!» le dije.

«Entonces vaya al «Jalapeño Club», que está a unas tres cuadras de aquí, en la calle San Carlos, entre las calles 5 y 6!»

«Ok, gracias!» no necesitaba más referencias, el lugar y el nombre del restaurante, en sí mismo, me anunciaba una buena comida.

Yo estaba comiendo lentamente saboreando un Burrito al Pastor y ensalada de col, pepinillos, tomates y palta, cuando de repente, mientras yo levantaba la cabeza tomando una copa de un Zinfandel Blanco, cosecha del Valle del Napa, como un rey de la pereza, vi a la mismísima misteriosa mujer de velos negros que había visto esta tarde en la playa, ahora entrando al restaurante. Mujer a la que reconocí al instante a pesar de que se veía totalmente diferente. Ahora llevaba un vestido de una sola pieza, de colores y no muy apretado pero elegante, que revelaba la desnudez de sus hombros y escote, con mangas que cubrían sólo los brazos. Llevaba zapatos de tacones altos, lo que le provocaba, al caminar, un delicioso ritmo ondulantemente a sus caderas, lo que aprecié cuando pasó por mi lado. Tenía el pelo castaño oscuro, ahora seco y sedoso, que se dividía ligeramente en el centro de la parte superior de la cabeza, cayendo a ambos lados, pero sin llegar a los hombros. Oh sí, yo estaba embelesado con su belleza, con todos mis ojos en ella.

Pasó junto a mí lado, pero a diferencia de la última vez en la playa, el vestido y los zapatos de tacón alto le daba un muy elegante glamur a su figura. El color de cabello combinado con el de sus ojos, aumentó aún más la palidez angelical de su piel, en cuyo rostro, ahora con ligero maquillaje, destacaba los detalles de su belleza. Sí, la expresión de su rostro y su perfecta forma simétrica era exactamente lo que había quedado grabado en mi mente, lo que me permitió reconocerla.

Sus ojos de color marrón oscuro, las tupidas cejas depiladas a lo largo de la línea natural de la prominencia ósea bajo la frente, las mejillas suaves y pómulos anchos, con una pequeña nariz afilada, y para redondear todo, un lunar en las inmediaciones de sus labios delgados, denunciaba la armonía Greco-Romana de sus genes, en los que las únicas piezas artificiales eran los dos pendientes de oro, balanceándose en los carnosos lóbulos de sus orejas.

Todos estos detalles físicos, combinados de una manera particular en ella, la harían encantadoramente hermosa para cualquier persona, pero para mí, ella era extremadamente cautivante. ¿Era joven? No, no lo era. Ella era una mujer madura que estaba en el justo límite entre la frescura y lo que pronto sería solo una memoria perdurable del zenit de esa belleza. Pero si yo sólo la había visto por un instante en la playa, y ahora, con su aspecto totalmente diferente, ¿cómo era posible que la haya reconocido de inmediato?

En realidad, ella no vino precisamente hacía mí, al entrar, sino que pasó por mi lado, y en ese preciso momento, cuando estábamos muy cerca, ella giró su rostro para mirarme y nuestros ojos se encontraron, entonces ambos sonreímos mutuamente. Nuestra mirada compartida, acompañada con una sonrisa como saludo, duró sólo unos segundos, pero esta vez no fue la misma amable mueca de la playa, sino una muy cálida y musical, como un: «Hola, ¿Cómo estás?» Esta vez, de nuevo, yo la seguí con mis ojos, extasiado con su oscilante andar, mientras sostenía mi copa de vino, hasta que ella se sentó en la silla alta de barra. Entonces, ella se dio la vuelta y me miró, convencida de que yo tenía mis ojos en ella. Fue entonces cuando hizo un gesto casi imperceptible, como si estuviera diciendo: «Aquí estoy, qué esperas!», mientras su sonrisa angelical me invitaba a acercarme a ella.

En lugar de aceptar la invitación, me quedé allí sentado, con mi culo clavado en la silla, con miedo de acercarme a esa extraña mujer que me había cautivado por completo.

 

Debo confesar que no tengo habilidades en el arte del flirteo, y que si en algún momento lo había tenido, esto fue en mi adolescencia, pero ahora no había rastro de ella. Mi masculinidad, en estos casos, cuando una mujer que me gustaba me envía señales de interés, podría convertirme en un tigre que pudiera atacar a su presa… pero ahora, aún con garras y colmillos, yo no lo haría. Y no por impedimentos físicos, principios morales ni valores éticos de lealtad, sino que después de casi 25 años de comer tranquilamente en casa, sin esfuerzo y hasta la saciedad, me había convertido en una bestia domesticada, que había perdido su capacidad natural depredar su víctima. Sí, me había convertido en un cordero.

Aunque tuve autocontrol para mantenerme fuera de adulterio, caí en ella una sola vez en mi vida, debido mas a un comentario malicioso de una mujer, que por sus atributos que justificaban el pecado carnal, y que yo, sin embargo, había evitado intencionadamente; hundido en la eterna duda de caer en una posición ridícula ante una eventual negativa.

«Es un maricón!» Le oí decir, providencialmente, cuando comentaba a una de sus amigas más íntimas, que había preguntado acerca de mi reacción a sus insinuaciones. El comentario me dolió en lo más profundo de mi machista masculinidad, porque venía de una mujer de figura y temperamento voluptuoso y aparente rendición ante mí. Siempre he pensado que mis principios estaban muy por encima de mis instintos, pero no fue así. Y la fiera de mi ego rugió, y, en consecuencia, la ataqué tantas veces como fue necesario para lograr derribar mi presa, rendirla y hacer de ella un montón de carne sometido a mi voluntad, como una esclava de mis más bajas fantasías sexuales, pero prohibidas en mi matrimonio. Y luego, ¿qué? A continuación vino el sádico castigo de hacer caso omiso de ella, en absoluto volví a verla ni aceptar alguna comunicación con ella; con eso daba por lavado mi superfluo orgullo de macho.

Convertido de nuevo en una oveja que vuelve a sus límites dorados del hogar, sufrí el peor acoso de llamadas telefónicas, a todas horas del día y de la noche, en la oficina y en mi casa, de una mujer obsesionada con el sexo, el capricho o el amor, no lo sabía, ni me importaba. Sin embargo, ella mantuvo su impertinencia al punto que mi esposa se ​​dio cuenta de la embarazosa situación en la que me encontraba. Mi esposa no reaccionó como una mujer celosa, sino con inteligencia, e hizo dos cosas: No dijo nada y no hizo caso de las llamadas tampoco, lo que me ayudó a salir del apuro.

Pero esta noche, en la localidad de Carmel Del Mar, en el bar del restaurante de comida mexicana, una mujer hermosa y totalmente extraña, que ya me había cautivado estaba en frente de mí. Y cuando ella me había enviado señales aparentemente amables, no me habían provocado a despertar la libido de poseerla, sino que me obsesionó por querer saber de ella, hablar, sonreír, y si fuera posible caminar juntos… Sí, lo más que mi afiebrada imaginación de hombre había reproducido por mi mente, fue la visión de que estábamos tomados de la mano caminando por la orilla del mar.

Situaciones similares me habían ocurrido antes, por lo general cuando estaba acompañado de mi esposa, lo que justificaba mi inacción. Por supuesto, su presencia era una barrera o una excusa, por lo que me había comportado como un esposo fiel, porque la realidad era lo que ya había dicho. Sin embargo, ahora estaba solo y en busca de una evasión.

Sin embargo, los segundos pasaban haciendo mi indecisión aún más incómoda.
Vi cómo el camarero le sirvió un vaso de agua mineral y la forma en que ella lo bebió, a delicados sorbos; que en mi mente, me imaginaba como si estuviera besando mis labios, y mi inhibición creció aún más, mientras que mi botella de vino estaba a punto de expirar su último trago.

«Tan pronto como termine de beber esta copa, me acercaré a ella» me prometí a mí mismo, cuando vaciaba la botella hasta su última gota, mientras que en mi mente pasaba la imagen ilusoria de un galán que iba hacia a su bella dama. No bien terminé de vaciar la botella, “el sentido común» golpeó mi mente otra vez para mostrarme lo ridículo que era mi forma de pensar, y me quedé congelado, mirando mi vaso de vino y deseando nunca terminarlo.

El encuentro con la misteriosa mujer, que había sido una agradable experiencia, se había convertido en un dilema asfixiante, que para resolverlo, opté por el camino más fácil: Renunciar a cualquier intento.

Bebí mi copa de vino hasta el final, y como yo ya había pagado la cuenta, estaba listo para irme, ahora aliviado de haber tomado una resolución. Puse el vaso vacío sobre la mesa, me incliné un poco hacia delante, con las manos sobre la mesa para ayudarme a pararme, mientras que empujé, con parte de atrás de mis piernas, la silla.

Ya estaba de pie allí, listo para caminar la corta distancia que separaba mi mesa de la calle, cuando sin pensarlo me di la vuelta para mirarla.

Sus labios estaban sonriendo y sus ojos fijos en mí, irradiando un magnetismo especial que me atrajo. De repente, sin pensar en lo que iba a hacer, me acerqué a ella. Perdóname si yo digo “me acerqué a ella» porque esto es sólo una supuesta idea del hecho que hice, ya que no me acuerdo de haber dado los diez pasos que me separaban de ella.

Tampoco recuerdo bien mis primeras palabras del diálogo forzado entre extraños, cuando empiezan una conversación. Sólo recuerdo su voz y las pocas palabras que ella me dijo, como si hubiera sido un monólogo.

«Hola» dijo ella, y vi en sus ojos la expresión de alegría que sentía por haberme acercado a ella.

De repente, su rostro angelical sonrió como respuesta a algo que dije; palabras ininteligibles que resonaban dentro de mí como un ruido.

Dije algo más, y ella se rió de nuevo. Esta vez vi las dos filas de perlas que formaban su sonrisa, mientras ella me agarró del brazo, con toda confianza, por un breve momento.

Dije algo de nuevo, mientras yo volví la cara al frente, sin una intención premeditada, y me encontré a mí mismo reflejado en el espejo de la barra, junto a ella. Lo que vi me sorprendió, porque me di cuenta de que yo era un tipo apuesto acompañando de una bella dama y que controlaba la situación… algo que en alguna parte de mi personalidad, lo temía, pero que ahora ya era una historia. Entonces la vi inclinarse hacia mí y descansar su frente en mi hombro como si se desmayara de la risa que le causé. ¿Qué le había dicho? Juro por Dios, que no lo sé, pero funcionó.

Cuando se calmó nuestros ojos se encontraron y luego le pregunté:

«¿Quieres un trago?»

«Sí, querido, una Margarita, por favor!», dijo con una voz angelical, descansando de nuevo su mano en mi brazo. Yo, en cambio, esta vez estaba muy al tanto de los detalles que sucedían a mí alrededor, de la delicadeza de su cuerpo y la blancura de su piel que resaltó lo bronceado de la mía. Fue cuando suavemente acarició mi mano y, como a sabiendas de mis pensamientos, dijo: «No sabes lo mucho que adoro el eterno bronceado de tu piel». Miré mi mano de nuevo, mientras yo sostenía la suya, y redescubrí los millones de poros de mi piel bronceada y brillante.

Fue increíble, el reflejo de mis acciones en el espejo me habían dado la conciencia de lo que estaba haciendo.

Un hombre joven y sonriente, el barman, se acercó, mostrando que él había oído el diálogo.

«Mande, señor!», dijo amablemente.

«Por favor, una Margarita de fresa para ella y un Tequila Sunrise para mí!»

«¿Les gustaría que les sirviera aquí o en el patio? Tenemos un cantante allí ahora mismo!», dijo amablemente.

«En el patio, por favor», le contesté sonriendo; y salimos a un amplio patio con jardín, en penumbra, a sentarnos en una mesa de madera de estilo rústico; con azulejos de cerámica de color rojo en los pasillos y algunos lugares alrededor de la fuente de agua y, al fondo, un escenario iluminado, donde un caballero de mediana edad estaba cantando en español acompañado con los acordes de su guitarra.

Encontramos una mesa vacía cerca de un arbusto buganvillas rojas, y tan pronto como me senté frente a ella, una explosión de plena conciencia vino a mí, como un hombre casado fiel, y me di cuenta de la situación en que me encontraba. Sin embargo, tan pronto como me encontré con sus ojos, que miran a los míos, mi conciencia racional desapareció de nuevo, y me fui con la corriente, dejando que la espontaneidad de mis actos interactuara con los de ella.

No sé exactamente cuánto tiempo estuvimos hablando en la penumbra del patio, dejando a nuestros espíritus salir libremente. Ella me contó la experiencia de su primer amor con palabras que creí reconocer como mi historia también: «Entonces mi alma era cándida y pura, con tanto anhelo como temor devino mi primer amor…» Ella dijo.

Le confesé mi dilema eterno de iniciar una conversación con una mujer en un lugar público», como cuando estabas en el bar. “Sufrí lo indecible para acercarme a ti…» le conté.

A lo que ella respondió inmediatamente diciendo mientras reía: «Te rogué, con mis ojos, que vinieras a mí…!»

Y así, los minutos en el patio del restaurante de comida mexicana se hicieron cada vez más íntimos, más tiernos, dándonos la extraña impresión de habernos conocido antes de encontrarnos hoy.

A veces, ella me tomaba la mano y acariciaba mis nudillos, así metió sus dedos entre los míos para encerrarlos como un puño y torcerlos coquetamente. En otros, fui yo quien recorrí mis dedos través de los surcos de la palma de sus manos, como si quisiera descubrir sus secretos, pero eludiendo adivinar el futuro.

Cuando salimos del restaurante a la calle, la tomé de la cintura, y ella apoyó su cabeza en mi costado.

«Lléveme a la playa!» me suplicó, mirándome fijamente a los ojos, y en sus iris… ella me prometió la felicidad.

«Ok, Liola, pero primero vamos a mi hotel!» le respondí susurrándole al oído, pronunciando su nombre por primera vez, sin recordar el momento en que, o quizás no, ella me lo dijo.

Caminamos despacio, porque llevaba zapatos de los tacones altos, a través de las calles iluminadas por farolas amarillas en dirección a mi hotel y, sin entrar en él, nos fuimos al estacionamiento en busca de mi convertible Mustang.

Así llegamos a la playa, sino a la orilla muy cerca a ella, a un lado del camino asfaltado llamado: Camino Escénico. Y nos quedamos allí, sentados en mi coche, admirando la luna y su reflejo en el mar, en silencio, arrullados por la melodía que producen las olas rompiendo en la orilla de la playa. Pasaron los minutos y el silencio entre nosotros no nos molestó, y mucho menos cuando tomé su mano y ella reaccionó entrelazando los dedos con los míos.

«Ayer llegué a Carmel… y caminé sola a través de todo este camino… esperándote…» dijo Liola, mirando hacia el mar.

Debo confesar que yo no tengo el exquisito espíritu de los poetas, ni la habilidad para apreciar el arte barroco en cualquiera de sus expresiones, como los poemas. He construido carreteras, puentes y casas, siguiendo las normas y medidas exactas marcadas en los planos, durante años. Así que, si alguien dice lo que acababa de oír, me lo tomo como una simple metáfora que no logro entender.

«Vi algunos hermosos bancos de madera en la que me imaginaba sentado contigo!» dijo con su voz angelical, mientras que ella volvió su cuerpo hacia mí, para apuntar con el dedo un lugar en la playa, que quedaba a mi espalda.

Así que, sin voltear, la miré y aprecié el perfecto contorno de su rostro iluminado por la luna. Liola volvió la vista hacia mí, me miró a los ojos por un segundo y entonces me ofreció sus labios para besarlos. Y yo les di un beso. Sí, le di un beso de adolescente y ella me respondió de la misma inocente manera.

Entonces sentí una oleada de energía dentro de mí, gritando que no lo era. De hecho, no lo éramos, muy por el contrario, ya maduros y sobre el punto cercano de languidecer. Entonces nuestros brazos llegaron a entrelazarse con la misma fuerza que nuestras lenguas, en un beso húmedo que mostró nuestro apetito mutuo y evidente para devorarnos en besos y caricias, hasta que descubrimos que los controles de mi coche, entre los dos asientos, nos molestaban para lo que queríamos lograr con el aumento de nuestra lujuria.

Así que dejé de abrazarla, y nos separamos, pero no podíamos quitar los ojos de la mirada mutua, ni dejar de lado nuestras manos. En realidad estábamos sentados de lado, absolutamente incómodo, pero no nos importó.

«Dios mío… Que bella eres!», le dije , y ella sólo sonrió resaltando aún más su belleza.

«Esta tarde fui a una playa cercana, al sur de Carmel… -dijo, y añadió- … por allá, en la colina, entre los árboles, una amiga tiene una cabina, pero fue en la playa donde quería a estar, así que fui a nadar…» Le escuché con atención, ajustando sus palabras en mis últimos recuerdos de esta tarde.

«Pero yo tenía la obsesiva ilusión, en lo más profundo de mi alma, que te encontraría allí. Pero la playa estaba desierta y, con lágrimas en los ojos, me metí en el mar y mezclé ellos con el agua salada.

Miré su rostro, como si la estuviera escaneando con mi mirada. Así la vi con los ojos entrecerrados, sus labios, su frente, su delicada nariz, sus gestos y los pliegues de la piel de su cara mientras hablaba. Y en mi alma, me oí decir: «¡Dios mío, eres sincera y tierna y estas tan sedienta de amor!»

Había pasado ya un par de horas desde nuestra reunión en el bar y, hasta este momento, yo no había visto un solo gesto o una mirada que habría denunciado la falsedad de sus acciones o palabras. Ella me miraba y hablaba con la naturalidad como si me hubiera conocido toda la vida, aunque sus palabras revelaban una tristeza superado recientemente.

«Pero cuando salí del agua, te vi de pie en la orilla. Al principio, no te reconocí, porque yo estaba enamorada desde hace mucho tiempo de una imagen tuya, pero has cambiado muy poco. Te vi más robusto y con la barba encanecida, pero cuando sonreíste y miraste a mis ojos, vi tu alma… eras tú, el mismo hombre que siempre me encantó!»

Liola se acercó, me envolvió por mis hombros con sus brazos y me besó. Nuestras lenguas jugaron entre sí como si estuvieran fuera de nuestro control, mientras nuestros labios estaban buscando ansiosamente la manera de expresar lo que no podía con palabras.

Yo la rodeé por la cintura con mis brazos, llevándola más cerca de mí para sentir el calor de su vientre junto a mí, y sentí que ella me correspondió levantando la rodilla para llegar a apretar su pubis contra el mío, pero un millón de las cosas estaban entre nosotros, como barreras, para bloquear nuestras intenciones. Entonces nos calmamos.

«Vayamos a mi hotel… –me pidió Liola, y me explicó- … quiero cambiarme de vestido y refrescarme un poco!»

Una vez más, en mi vida profesional, he construido muchas estructuras de ingeniería, y sé que la belleza de la arquitectura se consigue con paciencia, colocando cada ladrillo en su lugar y a su debido tiempo, donde antes no había nada. Y aunque no soy un poeta, tuve el suficiente sentido común para dejar a Liola escribir los detalles de las rimas de los versos que nos llevarían inexorablemente a la culminación del amor.

Sí, yo no tenía que ser adivino para saber que esa noche haríamos el amor, ni necesitaba demasiada experiencia para saber que la mujer que estaba a mi lado era un ser especial, que en este momento de mi vida ya no iba a encontrar. Así que, fui cauteloso y condescendiente con ella. Por lo tanto, decidí dejarme llevar por la partitura amatoria de Liola.

Su hotel, «The Colonial Terrace» estaba muy cerca del otro extremo de la carretera donde estábamos aparcados. Nos llevó menos de cinco minutos en llegar a la zona de estacionamiento de la misma. De todos modos, caminamos unos 20 metros a lo largo de un camino pavimentado con ladrillos rojos e iluminado por postes encendidos de mediana altura, por donde Liola caminó descalza, agarrada de mi cintura y riendo sobre las ocurrencias que brotan de mi mente febril de amante. Así que la vi pequeña, sin usar sus tacones no llegaba mis hombros, y eso me dio una sensación de poder y a la vez de protección por ella.

Cuando llegamos a una especie de terraza, en la parte delantera de la entrada del hotel, nos sentamos en unos sillones y cojines, hechos para el aire libre; entonces, ella me dio un beso y me pidió que esperara allí durante unos minutos. Así, me quedé mirándola mientras se iba caminando sobre las puntitas de los pies, sosteniendo sus zapatos en una mano, iluminada por las lámparas de neón, que destacó el delineado de su figura. Y de repente, como un rayo, me vino a la mente la figura imaginaria de ella, totalmente desnuda, y me quedé embelesado por unos segundos.

La esperé casi 30 minutos. Durante ese tiempo, desde mi cómodo asiento, observé los detalles del ambiente que me rodeaba, y el lugar me pareció el paraíso, si es que allí había casas con lámparas y jardines, por supuesto. Entonces, me quedé divagando en mis pensamientos. De repente, una idea me sacudió, debido a mi inseguridad emocional y la extraordinaria personalidad y belleza de Liola.

«¿Y si ella no quiere? ¿Y si ella sólo pasa el tiempo conmigo?… No, no puede ser… Sus ojos, sus gestos, sus palabras casi incomprensibles para mí, y por último, la señal más importante, sus besos y su disposición a la intimidad me han demostrado que esto es serio… ¿En serio?» Me pregunté a mí mismo, y dicha palabra resonó como un eco en mi mente cerca del punto de romper el estado mágico que Liola había generado en mi alma, si no hubiera aparecido en ese momento.

De pronto ella surgió como una visión que duró sólo unos segundos, al verla venir como un fantasma angelical. Estaba vestida toda de blanco; un vestidos de algodón de una sola pieza, ajustado de cintura al busto, que cubría sus hombros y brazos, y con un escote horizontal que les presiona la base de los  senos para resaltarlos más, y por debajo de la cintura, una amplia falda que descendía hasta cubrir sus rodillas dejando al descubierto sus zapatillas de tenis y calcetines cortos del mismo color. Por otra parte, en sus hombros llevaba, como un chal, un suéter abierto.

Si las dudas habían atacado a mi mente mientras estaba esperando, sus besos fueron los que se encargaron de la renovación de la promesa de que íbamos a tener una gran noche.

«Vamos querido… ahora estoy lista!» y tomando mi mano me condujo otra vez por el camino pavimentado de ladrillos rojos e iluminado por faroles amarillos. Pasamos al lado de mi coche y caminando nos dirigimos a un lugar que ella ya sabía y lo había mencionado antes.

Tan pronto como nos alejamos de la vecindad de las casas, Liola se volvió contra mí, y nos besamos en la penumbra, con la misma pasión que habíamos de la última vez, sólo que ahora era la ropa que llevábamos todo lo que se interponía entre nosotros y nuestras intenciones.

Los besos encendieron de nuevo nuestras lujuriosas almas, nuestros labios jugaban a mojarse y acariciarse, mientras compartíamos nuestra respiración. Su cuerpo se puso tan presionado al mío que logró dibujar en mi mente, todas sus partes cóncavas y convexas de ella; sus grietas y mis protuberancias coincidieron, y mientras yo la sostenía con una mano alrededor de su cintura, la otra acariciaba suave y lentamente los contorno de sus glúteos y su ardiente hendidura.

Liola cesó de besar mis labios para encontrar mi cuello, y yo cerré mis dedos de una de sus bien formadas nalgas.

«Ah!!!» Ella suspiró, y yo temí haberla lastimado.

Yo estaba muy inclinado sobre ella, ahora sosteniéndola con ambas manos alrededor de su cintura, fue cuando ella se dejó ir libre. Dejó caer la cabeza hacia atrás y apretó aun más su vientre al mío, y me ofreció su delicado cuello, que besé apasionadamente mientras una sinfonía de gemidos se mezclaban con los de las olas del mar. Fue cuando sentí que sus dedos recorrían mi cabello, me acariciaba y me guiaba a donde ella quería que la besara, hasta que me detuvo con una presión casi imperceptible.
Los dos, jadeábamos con pasión, mirábamos nuestros ojos, y a mí, la luz de la luna me permitió observar su estado de embriaguez, del que yo compartía también; al que llegamos como producto de estar bebiendo a sorbos el lujurioso cóctel de hormonas del amor. Y nos calmamos, cada uno de nosotros con besos suaves, porque sabíamos que la noche era joven y esperábamos por más… Mucho más.

Así, caminamos de regreso por la carretera escénica en busca del lugar que Liola quería llegar, y en el camino se repitieron los besos y caricias, que nos convertían en fieras en celo, una y otra vez, porque ya éramos adictos el uno al otro.

De pronto su alegría iluminó su rostro y exclamó: «Allí está… Ese es el banco de madera que te dije. Allí te imaginé conmigo. No sabes cómo me sentí tan sola esta mañana. Pero ahora estás aquí, conmigo!» Y caminamos hacia el banco. CONTINUA…

LIOLA… PARTE II




«TE VERÉ EN SUEÑOS»

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